Recuerdo a mi abuela de labios pintados y bata rosa recostada frente a la televisión por horas, no por la televisión, sino por el gusto de permanecer sentada, hasta que mi madre anunciaba la hora de comer. Era entonces cuando íbamos por ella, la levantábamos entre dos, no pesaba, solamente tenía barriga de un gran bombón redondo e inflado, pero le gustaba caminar acompañada. La llevábamos al comedor pasito a pasito, y la depositábamos en su silla calculando la altura y la distancia como una fracción matemática con la mesa y la silla para dejar caer a la abuelita en el lugar correcto. Comíamos sin despegar un ojo de ella, no nos perdíamos el momento en que confundía a grandes cucharadas la sopa con la salsa y el cubierto con el dedo.
Terminada la comida hacíamos el mismo ritual para acomodarla en el sillón de su recámara, no sin antes observar su forma de ordenar perfectamente debajo de la manga todo un paquete de servilletas, algunas usadas y otras no tanto. Insistía en guardar hasta los últimos manchados pedacitos como si estuviéramos en alguna crisis global de papel.
Ésa era mi abuela, un par de conversaciones sobre la vegetación del jardín, la gracia de su mascota y el molesto aire helado que la despeinaba invariablemente. No siempre fue así, dediqué horas a sus fotografías gastadas para concluirlo.
Tenía casa y dejó de vivir en ella desde mi primera experiencia con la muerte. Sucedió cuando una mañana mi abuelo Valentín dejó de existir. "Se fue a descansar en paz", me dijo mi abuela, y yo comprendí que no volvería a verlo.
Lloré en su hombro, ella no soltó ni una lágrima, las reservó para la soledad de su cama, de su cocina y hasta de su baño.
Mi abuela lloró tal cantidad de gotas de lágrima que le fue reconfortante recordar a nadar. Yo ya lo sabía, lo descubrí en los rincones de la casa, ella había dejado pequeños botes de metal donde caían las últimas gotas del techo. Ese mismo día encontré al gato más raro de lo normal, le tomé la temperatura y lo tapé con una colchita tejida. El agua no es buena para los gatos.
"Cada vez está más fregada", decía mi madre. Acto seguido y después de una escala en el hospital por un grave incidente en el baño y el cerebro; mi abuela, el gato, la cama, la tele, la planta, el sillón, la ropa y los accesorios, estos últimos tan imprescindibles como Roco el diminuto perro ruidoso, fueron trasladados a mi casa. Baño incluído, tapete nuevo, junto al patio y dentro de una gran ventana habitaría mi abuela, dejando en claro la temporalidad del asunto. Mi abuela era como un pez de agua dulce y su casa era el único estanque posible.
Acostumbrada a la compañía de mi abuelo, no le quedó más remedio que conformarse con la agradable y constante presencia de una mujer de extraña procedencia, zapatos blancos de goma y rímel emplastado en cada ojo. "Profesionalmente capacitada para el cuidado" (de familiares ajenos), decía su solicitud de empleo. Habiendo acordado la relación entre el tiempo y el dinero, procedió a instalarse junto a ella y a llamarla 'madre' o 'mami' de cariño por supuesto.
Foto: mi abuela y yo en el sillón de la tele.
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