31 de marzo de 2009

Espejismo

Primero la boda de Rosita en la que yo estuve al frente, enfilada y uniformada para caminar por el centro de la iglesia hasta los mejores lugares con vista a los novios. Los violines marcaron mi entrada, caminé al lado de mi hermana, como si fuéramos las novias. Me detuve en mi lugar y al voltear a ver a mi amiga Rosa, brillante, luminosa, decidida, tuve ganas de llorar de ternura, llorar por ella, o tal vez por mí. Ayer, el concierto de Emir Kusturika fue una catarsis, el público bailaba a mi alrededor, brincaba y se movía como el inconsciente dictaba. Yo me quedé congelada, me detuve en una columna y me dediqué a sentir mi respiración y los latidos que retumbaban con la misma frecuencia que la de las luces moradas y verdes. Quise llorar –otra vez–, me sentía feliz y también un poco fracturada, pero me gusta alcanzar esos niveles de sensibilización. Sólo espero que mi habilidad de conmoción no se me haga un hábito como cierta tía que conozco y que llora por las plantas, la lluvia o la televisión.

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