Encontré un texto mío muy muy viejo, creo que es una especie de diario y no está editado ni corregido. Así como lo encontré tal cual lo comparto:
No comprendo por qué la manía de querer meterme en tu
cabeza. Repaso cada momento. Tú manejaste mi coche del cine a tu casa, te
detuviste en la puerta, me preguntaste si deseaba quedarme a dormir esa noche.
Yo respondí que no porque ya era tarde y era domingo y al día siguiente
trabajabas y yo quería dormir en mi casa para sentirme más cómoda con mi pijama
limpia, de otra forma hubiera dormido desnuda y con las piernas llenas de los
pelos que crecieron como púas en tan sólo dos días. Además lo hiciste por educación,
así que no dudé en decir que prefería dormir en mi casa. Incluso me sentí
poderosa, en control de mí. Me negaba a una noche contigo, una noche que en
realidad siempre estoy anhelando porque son muy contadas en el mes. Parecerá
obsesivo, pero en mi agenda marqué con plumón rosa los días y las noches que
pasé contigo. En seis meses logramos 20 citas, pocas, muy pocas, pero
suficientes para que yo ahora, después de un mes de no verte ni hablar contigo,
yo todavía repase cómo fue la última vez que nos vimos. Nos bajamos los dos del
coche, yo dejé la puerta abierta del copiloto. Te ayudé a bajar las sábanas
sucias de tu otro departamento, el de la Roma, después tomaste el balón. Al
final se quedó el garrafón de agua, ya no tenías manos y no querías dar dos
vueltas. Yo me ofrecí a subirlo, pero mejor me lo regalaste para mi
casa. “No sé si tengas o no tengas agua en tu casa, pero llévatelo”. Así se
resolvía todo y yo con un aire extraño. Quería correr a mi casa, bañarme,
ponerme una pijama de franela y meterme en mi cama, avergonzada, triste
también. Sabía que pasarían muchos días para volver a verte y como siempre, no
sabía cuántos. Entre una semana, dos, un mes, dos meses y tal vez ya nunca más.
Contigo las despedidas eran para siempre. Si llamabas, ya era un milagro.
Después pensé que podíamos consolidar algo, con cierta frecuencia, sin
compromisos, pero volvían las grandes distancias. Ya llevamos un mes. Nos
despedimos muy bien, con un beso en la boca, no pudimos abrazarnos porque
teníamos las manos ocupadas. Te agradecí, como siempre, “gracias por todo”. Es
verdad, la pasé muy bien, me llevaste a un día de campo con tu familia, después el cine. Y la fiesta con mis amigas. En fin. Muy bien, como
siempre. A las dos semanas me enteré de que viajaste a Mérida, en avión, me lo
dijo tu prima y yo até cabos. Ibas con Amy, la gringa que hace prácticas de
lenguaje con niños, sí, era ella, guera, ojos azules, no muy guapa pero
inteligente, dices tú. Quién sabe, definir a alguien por su inteligencia es tan
relativo, una descripción genérica, muy amplia, muy subjetiva. Pasaron los días
y ya no esperé tus llamadas, pensé que estabas con Amy pero ella vive fuera, no
sé, no entiendo. Las acciones son poderosas, hablan por ti, aún en tu ausencia.
Así que frené los pensamientos, qué caso ya. El amor debe ser distinto, debe
ser un fuego ardiente y violento que navega en una barca por aguas calmadas. Lo
he tenido ya, sólo por breves momentos de mi vida. Lo cotidiano es terreno mío,
el de mi soledad en la casa.