17 de mayo de 2013

Carta a un caballero en Buenos Aires


Julio, la noticia de su muerte en una clara mañana de París me resultó tan sórdida como los conejitos salpicados sobre los adoquines.

He vuelto a mi departamento de la calle Suipacha antes de lo previsto. Quién hubiera pensado que sería usted y no septiembre quien me traería de regreso. 

Qué caso tiene escribir esta carta si usted no podrá leerla. Quizás, yo también escribo porque me gusta y porque ya paró de llover.

De ninguna manera podría conservar el busto de Antinoo (donde merodearon sus conejos adolescentes de día –su noche-). El pobre Antinoo de Adriano, ¿cómo habrá muerto? ¿Suicidio? Leí la novela de Marguerite Yourcenar que usted tradujo. 

Me desconcierta profundamente su final en el asfalto recoleta. Un hombre como usted debió morir en el París de Gide y Troyat, aunque reconozco que Ozenfant falleció en Cannes. 

Ozenfant, Ozenfant, cómo me gusta. Soy la Andrée de Amédeé Ozenfant y de André Gide, ¿o no? Los investigadores han hecho copias de la Carta suicida a una señorita en París, y no comprenden el desfase entre el destinatario y el nombre de mi acta de nacimiento. Si a esas vamos, no soy cualquier Andreé de vuelos fallidos en globo. 

Si estuviera aquí, Julio, ya hubiera muerto (de nuevo) de risa al ver a los investigadores tras las huellas de once conejos, en busca de sus pelos y sus manchas en el sofá verde, en los almohadones verdes y en el jarrón verde claro (en su carta hacia una señorita que ya no está en París, bien notó su gusto por el verde). O más aún, preguntar por una tal Sara, la del camisón. 

Usted y yo, Julio, acordamos cuatro meses de descanso en ese orden mío, algo cuadrado pero muy bello, que le haría retomar su tranquilidad mental, aquella que perdió con sus noches de neurosis y pesadillas. De ninguna manera un autoexilio para cuidar de sus conejos en oscuridad. 

La pulcritud de mi living no era la de mi alma y, aunque lo aprecio (por su “algo” de cierto), puedo entenderlo a la inversa, el desorden de su interior. Su caos en mi armonía. Su incapacidad de habitar lo mío. 

Imagino lo que debió sufrir, querido Julio. La vergüenza que le producían sus conejos, su encierro. La represión. Por la noche, el golpe en la otra mejilla. El conejo en la Luna. Lo inevitable: abrir las puertas del armario y dejarlos salir. Permitirles escapar como se les libera a los miedos y a las preocupaciones.

Las noches llegaban invariablemente y, con ellas, su soledad, íntima. Su negra soledad alumbrada con tres soles. Palabras que brincan como conejos. Blancos e indefensos al momento de nacer sobre un papel puro; grises y asquerosos, perturbadores y propios, ya en el exterior. Sus bestias estaban vivas, Julio, y usted, el creador, tenía que hacerse cargo de ellas. Palabras como conejos expulsados por la misma puerta que la del habla. Qué alivio una vez fuera y qué tortura tan libres y crecidos, aunque ocultos. Ambas, bestias y palabras, bullantes desde la madriguera.   

Sus noches debieron ser como la “noche de Idumea” del francés Mallarmé. Y sus conejos letrados, lo cito a usted mismo: “tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta”. 

El onceavo conejo acabó con lo nuestro. Si tan sólo hubieran sido diez. Pero usted siguió con la terquedad de dar a luz. Una extraña maternidad “que no era su culpa”. Era su naturaleza, Julio. Su fertilidad era la de un conejo. Nacían más allá de su voluntad. Prefirió su ritmo creador que una muerte neurótica… la neurosis de ocultar sus palabras al mundo. ¿Qué hubiera pensado Sara al ver a los conejos? 

La tacita de metal en el lugar equivocado sólo fue el inicio de su desafío hacia mí. El vómito de sus palabras sobre las exigencias de una señorita en París, ¿ofenderme? Mi hogar de normalidad no era propicio para un traductor por el día y una bestia por la noche. Era su ambigüedad en mi orden cerrado. 

Sus pequeños animales peludos acabaron con mi departamento, no ya con mi alma. Usted brincó al vacío, como un acto de valor. Se aventuró al aire, irremediablemente, se soltó del suelo frío y preciso de mi departamento de la calle de Suipacha. Se marchó con todo y sus conejos, y lo hizo al inicio de un nuevo día. No había duda de ello, fue en pleno amanecer cuando usted cedió. 

Andrée, una señorita en París

Para contextualizar, pego aquí el cuento de Julio Cortázar, Carta a una señorita en París. Ojo, en la mayoría de los sitios en los que circula el cuento, dice "convivencia" y debe decir "conveniencia". 


9 de mayo de 2013

Belleza


El canon de belleza actual, cuya exigencia sugiere modificaciones corporales, ha derivado en adoptar estas prácticas con una normalidad y una cotidianidad aterradoras. La belleza natural es la que ha sido transformada para dar paso a lo manipulado por el hombre mismo.

El arquetipo de belleza, el que parece imponerse y homologar, seduce desde las fibras más sensibles y desata, en los más vulnerables quizás, obsesión manifiesta en transformaciones quirúrgicas insospechadas. Las mutaciones plásticas conviven con lo cotidiano. La belleza es percibida como un estímulo, cuyo parámetro ya habita en el intelecto.

Justo ayer encontré un proyecto que retrata a mujeres cuyo cuerpo es natural. Las estrías, la grasa acumulada, la deformidad. Las huellas de su forma de vida marcadas en la superficie de la piel. Por fin, expuesto aquello que se oculta bajo pliegues de ropa, fajas y elásticos que moldean.